El reciente Mapa Electoral presentado por Participación Ciudadana (PC) vuelve a poner sobre la mesa un problema crónico de la política ecuatoriana: la sobrepoblación de organizaciones partidarias sin bases sólidas.
El dato más revelador del estudio de PC es que el 80% de los movimientos y partidos inscritos no cuenta con un Registro Único de Contribuyentes (RUC), requisito elemental para recibir financiamiento estatal, aportes de sus miembros y, sobre todo, para transparentar el origen y destino de los recursos. En cualquier sistema que aspire a la democracia moderna, la contabilidad y la rendición de cuentas deberían ser pilares incuestionables.
‘Un sistema político basado en agrupaciones fantasmas no puede ofrecer estabilidad ni confianza. La ausencia de RUC es solo la punta visible de un entramado en el que faltan controles, continuidad y responsabilidad’.
El informe revela la existencia de 233 partidos y movimientos inscritos en las 24 provincias. El número no solo resulta desproporcionado para un país de las dimensiones del Ecuador, sino que muestra la facilidad con la que se otorgan registros, incluso a organizaciones que apenas alcanzan a presentar un logo o una dirección postal.
En 2018, por ejemplo, se autorizó la inscripción de 102 agrupaciones en un solo año, un récord que infló de manera artificial el sistema. Aquella flexibilización terminó por consolidar un escenario de dispersión, en el que la proliferación de sellos políticos se confunde con pluralidad democrática.
El mapa, sin embargo, desmonta esa ilusión. Muchas de esas estructuras carecen de oficinas permanentes, de registros contables y de presencia sostenida en la vida política. Su actividad se concentra únicamente en períodos electorales y se desvanece apenas concluye la votación.
La política se convierte, entonces, en un ejercicio de coyuntura: agrupaciones que despiertan para negociar candidaturas, suscriben alianzas temporales y vuelven a la inercia hasta el siguiente proceso. La consecuencia es un debilitamiento del sistema democrático, pues la ciudadanía no encuentra referentes estables y las instituciones no logran auditar de manera efectiva el uso de los recursos.
El estudio también advierte sobre un desfase entre los listados de adherentes presentados por los partidos y el propio padrón electoral. En muchos casos, las firmas reales no alcanzarían para sostener la legalización de esas organizaciones.
Este hallazgo pone en cuestión la legitimidad de varias inscripciones y abre la duda sobre la autenticidad de los procesos que les dieron vida. La base ciudadana que debería respaldar a cada movimiento se reduce, en la práctica, a un trámite formal sin sustento social.
El debate, como sugiere PC, no debería quedarse en si se eliminan o no los fondos estatales. El problema va más allá del financiamiento: se trata de la fragilidad institucional de los partidos y de su escasa vinculación con la sociedad.
Un sistema político basado en agrupaciones fantasmas no puede ofrecer estabilidad ni confianza. La ausencia de RUC es solo la punta visible de un entramado en el que faltan controles, continuidad y responsabilidad.
El país necesita un marco normativo que exija condiciones mínimas de permanencia, transparencia y representatividad. No se trata de cercenar la pluralidad, sino de garantizar que quienes aspiren a ser actores de la vida democrática cumplan con requisitos básicos de organización. La política no puede seguir siendo un mercado de etiquetas improvisadas que aparecen y desaparecen al ritmo de las elecciones.
La sobreoferta de movimientos y partidos no fortalece la democracia; la desborda, la fragmenta y la vacía de contenido. Un sistema con más de doscientas organizaciones, la mayoría sin cimientos contables ni estructura real, no puede sostener un debate serio ni construir mayorías estables. La dispersión solo alimenta la desconfianza ciudadana y abre espacio a la improvisación.