Reserva de civismo

En los laberintos de la corrupción que hoy ahogan al Ecuador flota una verdad incómoda que todos conocen, pero nadie nombra ni intenta remediar: todo comienza en las aulas universitarias, donde se forja el destino trunco de nuestra nación. De sus pasillos salen generaciones de profesionales —abogados, ingenieros, economistas, entre otros— que ocupan los cargos públicos como enjambres de langostas, dejando tras de sí instituciones saqueadas, obras a medio hacer y un Estado que tambalea entre la desesperanza y el deshonor. La corrupción ya no es una mancha aislada; se ha vuelto el mapa mismo de la educación superior, el poder político y la burocracia.

En aquellas casas de estudio, por más altos que sean sus muros, jamás se enseña el civismo: aquel respeto sagrado por la patria, por las leyes que nos hermanan, por la comunidad y el bien común, que se dilapida entre asignaturas técnicas y teorías sociales. Nadie habla de la ética como un mandato íntimo, ni de la historia del Ecuador como un relato que duele y enorgullece a la vez, ni del legado de los héroes que se inmolaron por nuestra bandera. Ahí se moldean profesionales de corazón estrecho y manos ardientes, que ven en el Estado no un altar para servir, sino un sitio para saquear.

Frente a este desolador panorama, desde el silencio surge una alternativa vestida de verde olivo. Son los militares, aquellos hombres y mujeres que juran lealtad a algo más grande que sus propias vidas. En la Escuela Militar no solo aprenden sobre la guerra, sino también sobre la patria: estudian nuestra geografía como si fuera el rostro de su madre, nuestra historia como una cadena de luchas por la libertad y el civismo, no como una palabra, sino como una práctica diaria tangible en la puntualidad, el orden, el respeto y la jerarquía. Para ellos, la patria no es una abstracción politiquera; es un compromiso al que entregarán su vida sin titubear.

Resulta indignante y un insulto al sentido común, que algunos analistas y políticos, antipatria pretendan confinar a los militares únicamente a los sitios más peligrosos del territorio: a las selvas y fronteras azotadas por el narcoterrorismo, a los barrios llenos de traficantes, mientras los mismos profesionales civiles de siempre siguen malversando la esperanza y el presupuesto nacional desde ministerios y empresas públicas. ¿Acaso no merecen también dirigir con eficacia y patriotismo aquellas instituciones que tanto necesitan de personas, que también tienen títulos universitarios y que, además, caminan sobre una escala de valores patrios y de honor?

El ejemplo de El Salvador resuena como un eco esperanzador. Allí, una capitana del Ejército asume el Ministerio de Educación y, de inmediato, se siente un viento nuevo de disciplina y propósito. No es casualidad. Es la demostración palpable de que el liderazgo castrense puede insuflar el patriotismo y la disciplina que tanta falta hacen en la juventud de América Latina.

Hoy, en esta hora crucial para el Ecuador, las Fuerzas Armadas se erigen como la última reserva de patriotismo de la nación. Son la encarnación de un civismo que muchos no conocerán jamás, pero que aún late con fuerza en cuarteles y en el Colegio Militar. Frente a la incapacidad y la corrupción sistémica de tantos profesionales civiles, es hora de abrirles las puertas de la administración pública, no por afán de militarizar la sociedad, sino por la necesidad imperiosa de confiar en quienes entienden que el valor, la disciplina y la lealtad no son monedas de cambio, sino pilares inquebrantables de la prosperidad.

El porvenir del país depende de ello: de devolverle la dignidad a lo público, de rescatar la esperanza de un futuro más justo. Y en ese camino, los militares activos y retirados emergen como servidores de una causa noble: la reconstrucción, desde los escombros de la desconfianza y el pantano de la corrupción, de un Ecuador que necesita y merece volver a creer en sí mismo.