Orson Welles, el “hombre del Renacimiento” (II)

Desde niño le atrajo la magia. En un teatro de marionetas fundado por él, presentó un acto en el cual partía el cuerpo de Marlene Dietrich. Orson Welles fue un reconocido mago. En Londres –se ha rumoreado– ingresó a una congregación ocultista, a la que años después pertenecería Roman Polanski. A sus 20 años gozaba ya de justa fama. Una oleada de éxitos lo circundaba: puestas en escena de piezas teatrales y programas radiales aclamados por innumerables audiencias.

Un magnate neoyorquino le obsequió un pequeño y destartalado teatro al que Welles llamó La caja mágica. Medio restaurado, se convirtió en uno de los espacios preferidos del público ávido por su arte. El mundo vivía el segundo quinquenio de los 30 del siglo XX.

La guerra de los mundos

La radio –esa “caja” mágica de diversos materiales, tamaños, colores y diseños según las “clases sociales”– se había apoderado del mundo. Las familias se aglomeraban alrededor de la radio para oír programas de música, sainetes, melodramas… La imaginación de los radioescuchas (la imaginación sirve para comprender lo no visible, señaló Kant) volaba nutriendo la cultura popular.

Octubre de 1938. Se emitía la programación ordinaria de la CBS cuando, de repente, interrumpió la voz avasalladora de Orson para comunicar que los marcianos habían invadido nuestro planeta. El pánico se esparció como una epidemia.

A través de la radio, Welles logró un efecto multiplicador sin precedentes, impensable en los 30 y 40 del siglo XX. Allí estaban ellos, los marcianos, mientras los destellos de la primera nave cegaban a los despavoridos ciudadanos que se acercaban bandera blanca en mano convocando a la paz o caían carbonizados. Meteoritos plateados aterrizaban para no dejar vestigio. Locución teatralizada del más connotado exponente de este oficio, Orson Welles, en la histórica versión de La guerra de los mundos.

Ejércitos y fuerzas de seguridad se difuminaban ante el poderío de los marcianos. Solo el talento y la voz prodigiosos de Welles podían producir el realismo implacable de la transmisión.

Indefensión. Miedo. Pavor. La monstruosidad del suceso removió los cimientos de grandeza de Estados Unidos, lo desconocido era ahora su enemigo. Y contra lo desconocido no existe defensa alguna.

Colapsaron teléfonos del gobierno, iglesias, ejército, policía, bomberos… Orson había hecho temblar al poderoso país y deambular sin rumbo y semidesnuda a su población. Resonaba en millones de oídos la fantasía de una derrota a manos de seres ficticios que disparaban rayos de fuego y esparcían gases venenosos. Los humanos, inermes ante su acabamiento. Su vanidad de invulnerables había sido sepultada.

Welles jamás pudo deshacerse de esa aura de artista consumado pero estigmatizado. El tiempo no ha podido olvidar La guerra de los mundos. Algunos cineastas la han recreado: la película de 1953 obtuvo un Óscar y en 2005 Steven Spielberg dirigió otra versión. ¿La novela de H. G. Welles pervive gracias a la formidable puesta en escena radial de Orson?

En nuestra ciudad, 1949, un notable periodista tuvo la audaz idea de adaptar La guerra de los mundos para la radio. La transmisión se realizó sin advertir que se trataba de una ficción, y desató el pánico entre los quiteños. Muchos salieron a las calles, huyendo sin rumbo en busca de refugio, intentando escapar —en su imaginario— de una invasión marciana. Voces desde la Iglesia, el poder político y las fuerzas armadas intentaron calmar a la población, pero el pavor ya había extinguido toda noción de seguridad y esperanza.

Incendios, suicidios, infartos, heridos… fue el saldo siniestro que dejó el radioteatro. El periodista tuvo que salir del país. El edificio de un diario fue quemado, mientras su personal relataba sus magulladuras ocasionadas en su desesperada huida. “Muertos y heridos corrían despavoridos”, escribió el ingenio quiteño en un memorable grafiti garabateado al carbón en el portón de una iglesia.

Orson fue un artista genuino. En su teatro innovó teorías y técnicas. Exploró el radicalismo político. Dirigió óperas –relata Barbara Leaming–, escindiendo el dogma político de la esencia artística.

Nunca pasó desapercibido. Grandulón. Solemne. Abrigo y sombrero negros. Cigarro encendido en su rostro hosco, su mirada horadaba lo que veía: más que las apariencias, las oquedades de la condición humana. ¿De la mano de Shakespeare, el astro que guio sus pasos?

Imponente y despectivo. Mago del cine, el teatro y la radio, vivió entre la opulencia y las deudas, el amor y la soledad. Alejado de sus hijos, el gran amor de su convulsionada vida fue Dolores del Río.

Rosebud. La palabra musitada por Charles Foster Kane, el protagonista de su célebre película, el momento de su muerte, resume la tumultuosa existencia de Orson: persecución fallida de la perfección (¿felicidad?), hallada y perdida, hasta su muerte solitaria.