Quito exige seguridad real en el transporte público

En las últimas semanas, Quito ha sido epicentro de situaciones que reflejan la fragilidad de su transporte público como espacio seguro.

Un video viral del 24 de agosto captó un asalto brutal a bordo de un bus urbano en el sur (Guamaní), donde tres delincuentes armados con cuchillos —uno fingiendo muletas— agredieron pasajeros y obligaron al conductor a continuar el trayecto pese al pánico general. Se trata de una situación extrema, pero no aislada, y fue difundida por medios y redes sociales, confirmando que la Policía Nacional ya realiza operativos en puntos recurrentes de violencia.

La tragedia escaló solo seis días después: el 30 de agosto, un hombre de 39 años murió tras ser atacado con arma blanca en el pasillo de un bus que circulaba hacia Chillogallo. Las impactantes imágenes del pasillo ensangrentado se volvieron también virales. Se reportó que el pasajero fue trasladado al Hospital Padre Carollo, donde falleció poco después.

Por si fuera poco, esta semana un video mostró a conductores competidores de buses intercantonales en el Valle de Los Chillos jugando a la “carrera” por carriles ocupados, un comportamiento que podría haber derivado en tragedia. Aunque esta anécdota viral no dejó víctimas, expuso otra dimensión de la inseguridad vial que amenaza vidas cotidianamente.

Además, se denunció la llamada “modalidad policía”: en un incidente, delincuentes vestidos con uniformes policiales abordaron buses para cometer robos, dificultando la identificación y respuesta ciudadana.

Estos episodios —violencia con armas, competencias imprudentes al volante y suplantación de autoridades— generan temor y erosión de la confianza en el sistema de transporte. No hay jerarquía de gravedad; lo crítico es comprender que todos representan síntomas de una falla estructural en seguridad pública.

Todos son síntomas de que el camino que transitan los quiteños en bus está secuestrado por la violencia, el desorden y la falta de protocolo. Y cuando esos síntomas se repiten años tras año e incluso década tras década, la sociedad reclama respuestas firmes y estructuradas, no medidas inmediatistas ni titulares sensacionalistas.

La pregunta no es solo qué hacer, sino cómo hacerlo.

Quito requiere un plan integral de seguridad pública en el transporte, acompañado de vigilancia constante, mecanismos de alerta dentro de las unidades, control real de uniformes e identidad, y regulación de las condiciones de operación del transporte.

No se trata de depender únicamente de la reacción policial frente a cada video viral, sino de sistematizar capacitaciones para conductores, protocolos de actuación y herramientas tecnológicas que permitan una respuesta rápida y eficaz.

Los conductores de buses urbanos y rurales necesitan reglas claras, responsabilidad profesional y acompañamiento institucional. Los pasajeros merecen viajar sin miedo, en rutas seguras y con garantías de que acudirán por atención si ocurre un incidente. Y la autoridad debe asumir su rol sin culpas cruzadas: seguridad no es un tema anecdótico, sino un derecho fundamental que define la calidad de vida urbana.

Si no abordamos estos problemas como ciudad —estructural, sostenible y colaborativamente— seguiremos repitiendo crisis en bucles que nadie desea. Y lo peor sería convencernos de que lo excepcional puede naturalizarse, y que el miedo en el transporte público puede dictar la normalidad. Pero en una capital sana, lo imposible debe repensarse, lo peligroso debe erradicarse y lo violento debe ceder.

Eso exige acción pronta, coherente y un compromiso colectivo que no descansa cada vez que arranca un nuevo año lectivo.