Orson Welles, el “hombre del Renacimiento” (I)

Nació en el siglo XX pero encarnó al “hombre del Renacimiento”, como lo nombrara Cabrera Infante. Su genio asumió la misión de reverdecer la excelencia del cine y las realizaciones creativas en las que exploró teatro y radio. Orson Welles (Estados Unidos, 1915-1985), cineasta, teatrista, escritor, actor, director, guionista, productor, locutor, mago… aborrecía la mediocridad. Su vida fue una desaforada búsqueda de la perfección que no existe, pero que es el acerbo y gozoso camino de los elegidos.

A sus cinco años memorizaba páginas de Shakespeare y en su adultez declamaba piezas íntegras del escritor inglés. A los 13 inauguró su primer grupo teatral, y antes había traducido Así hablaba Zaratustra y estudiado otros idiomas. Según Barbara Leaming, una de sus biógrafas, fue el médico de la familia quien develó su precocidad para su ejercicio creativo. Él influyó en su avidez por el conocimiento y fue el primero en calificarlo de “genio”.

Welles y su extraño magnetismo

Polifacético, Welles no solo instauró el antes y el después de la historia del cine con su portentosa película El ciudadano Kane y otras muestras de su filmografía (La dama de Shanghái, Otelo, Sed del mal…), sino que innovó el teatro y la locución. Soberbio, insaciable, displicente, obsesivo (trabajaba 18 y hasta 20 horas diarias), su figura suscitó envidia o encono.

Su voz profunda y sonora no requería micrófono. Imaginación, coraje, egoísmo, acritud fueron los signos sustanciales de su ser. Su imagen de patriarca bíblico (medía 1,90 y pesaba 160 kilos) la completó con una espesa barba, que estorbó al establishment norteamericano de los años 40.

¿Qué hay en El ciudadano Kane, 1941, su obra icónica, para que se mantenga viva? ¿Cuán prodigiosa es esta cinta que es motivo de ensayos y estudios? Poder (el síndrome de hubris), codicia sin fin, ansia de felicidad (la del náufrago que ve tierra con un catalejo quebrado) y la vasta, inextinguible soledad del ser, podrían ser sus cuatro elementos cardinales.

Charles Foster Kane es dueño de medios comunicacionales y su ambición lo lleva a la cúspide del mundo empresarial y político. Pero detrás de su meteórico ascenso, se ciernen lóbregas verdades. El dolor de ser y el no ser. “Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Solo a través del amor y la amistad podemos crear la ilusión de que no estamos solos”, declaró Welles.

“No creo que ninguna palabra pueda explicar la vida de un hombre”, dice un personaje que funge de reportero en este filme. Quizás con esta frase se subraye lo inescrutable e inabarcable de la vida, sustancia de lo que quiso decir Charles Foster Kane con su susurrante Rosebud al morir en su palacio forjado con el oro acumulado durante su vacía existencia.

El ciudadano Kane es un collage de fragmentos, girones, despojos, espejos rotos, cuyos bordes hieren al espectador, extraídos de las entrañas de la condición humana. Es inolvidable porque mantiene incólumes sus enigmas. No es un quiebre que acarreó transformaciones tecnológicas entre el cine silente y el sonoro, como se suele señalar. Supone un hito integral: concepto y forma.

Welles cambia los códigos cronológicos que regían el cine anterior y propone su segmentación. Anulación de lo que suele llamarse lógica narrativa, con la revelación del relato. Foster Kane, el magnate enfermo de poder, titiritero de los seres humanos, el anciano angustiado y solo, rendido ante el recuerdo de una sola palabra: Rosebud, se desagrega, se deshila, desde su acabamiento físico hasta el simbólico, en un itinerario brumoso, desde su muerte física hasta la extinción de su memoria en las llamas de un incendio.

La habitación de Kane es inmensa, con un cielorraso asfixiante, exornada con un ridículo gusto: pedazos de maderas y yesos de los más diversos estilos. El palacio exuda decadencia, soledumbre, reminiscencia, vacío. Un insondable, avasallante, impenetrable vacío. Es el fin del poder.

Nadie oyó de los labios del personaje la última palabra que pronunció:Rosebud, pero todos porfían que sí la escucharon. “Al final comprendemos, señala Borges, que los segmentos del filme no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane; se trata de un simulacro, un caos”…

Un caos, como la vida, como el poder, como la felicidad, como la muerte. “¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!/ Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia/ de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas/ se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas” (Percy Bysshe Shelley).